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domingo, 17 de marzo de 2013

Piedad, Señor, piedad (Vargas Vidot, autor)

Puerto Rico ha caído en una especie de inercia espiritual; las posibilidades de que armonicemos son remotas y todo parece indicar que la seducción hacia estados adversativos se come irremediablemente los esfuerzos de paz. El perdón se define de una forma débil que fundamentalmente se refiere a un protocolo de carácter meramente estético. Las raíces de amargura y la frustración se convierten en la secuela permanente que crece exponencialmente tanto en los individuos así como en la comunidad.

Los asesinatos de carácter destemplado suceden de forma casi cotidiana y los agresores ya se sienten dueños del entorno, fijando las pautas de la vida en lugares en donde nuestro silencio es el caldo fértil para estas conductas retrógradas. Las fuerzas de seguridad están atrapadas en sus estúpidas burocracias y hay que ver cómo municipales y estatales se cancelan mutuamente en códigos de arbitraria confección que sólo sirven para marcar territorios.

El liderato político fríamente abraza el antagonismo y en esa jerarquía se anulan de inmediato las más sublimes intenciones y sufren de un padecimiento llamado indefensión, en el cual todo se plaga de estresores sin que nada ponga fin a lo desagradable. El mensaje del senador Eduardo Bhatia en su instalación fue un aliciente importante que reveló la seriedad con que este legislador ha comenzado su gestión. Los secretarios de Salud, Transportación y Obras Públicas, el secretario de Estado, la secretaria de la Familia y el de Educación, de igual forma se mueven tratando de colocar sus mejores talentos en una lucha contra la improvisación y el desencanto. Pero todo parece ser en vano.

Nuestro país está lleno de individualistas agresivos que primero piensan en sí mismos y hacen patente la necesidad de reconocer que la más horrible enfermedad que nos afecta se llama la codicia, caracterizada por la insensibilidad hacia el prójimo, egoísmo e intolerancia. Ante esto, tratamos de curar el cáncer con alcoholado y de sanar las heridas con maquillaje.

Mientras tanto, una mujer de 41 años se quita la vida y determinamos con científica precisión la altura desde donde se tira, pero no podemos determinar la longitud de su calvario. Ya perdimos la capacidad de entender el vocabulario de las lágrimas y definitivamente no entendemos el grito del corazón angustiado.

Se necesita intensidad, al amar, al sentir, al tocar, al abrazar, porque el amor es una acción y la vida no se piensa, se vive. El perdón no es racional, se da y ya, se vive, se camina, se siente, se canta y se vuelve a empezar. Cada comienzo es una lección, porque en cada uno pagamos el precio de la pobre intensidad de la página anterior. Para el que ama no hay prólogos, no hay índices, sólo páginas que se pasan, de una hacia la otra. Lo leído, se leyó y ya no es presente, y se vive, y se siente, y se ama. Y amando nos rebelamos contra las fuerzas del desamor y destituimos a esa plaga siniestra llamada destino, esa sombra que nos persigue recordándonos cruelmente los errores pasados y que nos inyecta miedos y culpas para que no pasemos la página y abortemos la historia amorosa del corazón arrepentido.

Morimos amando secretamente porque el orgullo, las reglas, los principios, los dogmas, los clubes, el vecindario y hasta las religiones nos cierran la puerta de la reconciliación e impiden tratar y tratar hasta que la obra sea perfecta. A quedarse en silencio, sin hacer nada se le llama dignidad y a nombre de ella le damos muerte a la vida del personaje que amamos y morimos diariamente en la crónica opaca del periódico de ayer. Y se vive y se llora y se ríe y se siente y se ama. El que retrata la vida hacia atrás, comienza a morir en el índice.




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