Puerto Rico ha caído en una especie de inercia espiritual; las
posibilidades de que armonicemos son remotas y todo parece indicar que
la seducción hacia estados adversativos se come irremediablemente los
esfuerzos de paz. El perdón se define de una forma débil que
fundamentalmente se refiere a un protocolo de carácter meramente
estético. Las raíces de amargura y la frustración se convierten en la
secuela permanente que crece exponencialmente tanto en los individuos
así como en la comunidad.
Los asesinatos de carácter
destemplado suceden de forma casi cotidiana y los agresores ya se
sienten dueños del entorno, fijando las pautas de la vida en lugares en
donde nuestro silencio es el caldo fértil para estas conductas
retrógradas. Las fuerzas de seguridad están atrapadas en sus estúpidas
burocracias y hay que ver cómo municipales y estatales se cancelan
mutuamente en códigos de arbitraria confección que sólo sirven para
marcar territorios.
El liderato político fríamente abraza el
antagonismo y en esa jerarquía se anulan de inmediato las más sublimes
intenciones y sufren de un padecimiento llamado indefensión, en el cual
todo se plaga de estresores sin que nada ponga fin a lo desagradable. El
mensaje del senador Eduardo Bhatia en su instalación fue un aliciente
importante que reveló la seriedad con que este legislador ha comenzado
su gestión. Los secretarios de Salud, Transportación y Obras Públicas,
el secretario de Estado, la secretaria de la Familia y el de Educación,
de igual forma se mueven tratando de colocar sus mejores talentos en una
lucha contra la improvisación y el desencanto. Pero todo parece ser en
vano.
Nuestro país está lleno de individualistas agresivos que
primero piensan en sí mismos y hacen patente la necesidad de reconocer
que la más horrible enfermedad que nos afecta se llama la codicia,
caracterizada por la insensibilidad hacia el prójimo, egoísmo e
intolerancia. Ante esto, tratamos de curar el cáncer con alcoholado y de
sanar las heridas con maquillaje.
Mientras tanto, una mujer de
41 años se quita la vida y determinamos con científica precisión la
altura desde donde se tira, pero no podemos determinar la longitud de su
calvario. Ya perdimos la capacidad de entender el vocabulario de las
lágrimas y definitivamente no entendemos el grito del corazón
angustiado.
Se necesita intensidad, al amar, al sentir, al
tocar, al abrazar, porque el amor es una acción y la vida no se piensa,
se vive. El perdón no es racional, se da y ya, se vive, se camina, se
siente, se canta y se vuelve a empezar. Cada comienzo es una lección,
porque en cada uno pagamos el precio de la pobre intensidad de la página
anterior. Para el que ama no hay prólogos, no hay índices, sólo páginas
que se pasan, de una hacia la otra. Lo leído, se leyó y ya no es
presente, y se vive, y se siente, y se ama. Y amando nos rebelamos
contra las fuerzas del desamor y destituimos a esa plaga siniestra
llamada destino, esa sombra que nos persigue recordándonos cruelmente
los errores pasados y que nos inyecta miedos y culpas para que no
pasemos la página y abortemos la historia amorosa del corazón
arrepentido.
Morimos amando secretamente porque el orgullo, las
reglas, los principios, los dogmas, los clubes, el vecindario y hasta
las religiones nos cierran la puerta de la reconciliación e impiden
tratar y tratar hasta que la obra sea perfecta. A quedarse en silencio,
sin hacer nada se le llama dignidad y a nombre de ella le damos muerte a
la vida del personaje que amamos y morimos diariamente en la crónica
opaca del periódico de ayer. Y se vive y se llora y se ríe y se siente y
se ama. El que retrata la vida hacia atrás, comienza a morir en el
índice.
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